En esto que acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal fue el golpe que dio con él Rocinante.
-¡Válame Dios! -dijo Sancho; -¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino un gran aerogenerador, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
-Calla, amigo Sancho,- respondió Don Quijote, -que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así verdad.
Y ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino hasta llegar a una gran villa, porque allí decía Don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero; sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza y diciéndoselo a su escudero, dijo:
-Yo me acuerdo haber leído que una familia de nobles españoles, conocidos como Miguelicos , habiéndosele disparado en el pie un arma a uno de los hermanos , fueron capaces de formar un feudo similar a los de los grandes caballeros medievales en estas tierras zufarienses…
Así que decidieron pasar a conocer a tales personas que tan lejos habían llegado sus historias, y a ser testigos de cosas que habían oído y que apenas podrán ser creídas. Aprovechando así la ocasión para ser cobijados por los nobles de la zona. Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar de hasta ocho mil vecinos, que era de los mejores que el duque Miguelico tenía. Diéronle a entender que se llamaba «la ínsula Zuerataria». Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recebirle, tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de general alegría y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias, que venían siendo frecuentes en la población, le entregaron a Sancho las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula Zuerataria.
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la iglesia le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella, y el mayordomo del hermano pequeño de los Miguelicos le dijo:
—Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a pagar una cuantía insignificante, para poder ampliar los dominios de esta mi familia y así poder realizar cosas beneficiosas para la plebe de esta ínsula Zuerataria… de esta donación el pueblo toma el pulso de la bondad de su nuevo gobernador y, así, o se alegra o se entristece con su venida…
CONTINUARÁ…
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